El perrito del artesano

 

 

        


                                          (Ilustración tomada de internet)

 

 

El paso de los días y de las semanas fue anudándolo a sus piernas, a sus pantalones sucios y ahumados.  Se acostumbró a la concavidad de su mano pivoteando amorosa sobre su testuz.

Qué placer en los días  de feria deambular de puesto en puesto, cruzar y cruzar hasta la vereda de enfrente  ignorando semáforos, esquivando vehículos raudos para rozar esa naricita que asomaba tras la verja.  Escenas amigables de una vida callejera, sabiendo que él siempre estará allí, sus borcegos descascarados, el zumbido de la maquinita en sus dedos manchados de tinta, sus charlas con esos amigos de vincha.

Semanas después, mientras el invierno se demoraba en la estepa el asfalto carcomió sus pasos, el humo de los neumáticos tiñó sus bigotes y el viento patagónico lo ovilló a sus pies.

Hasta el día de la furia verde: botas que repiquetean contra los cascotes del camino, alpargatas que huyen, chapoteos de agua helada,  silbido de piedras, chasquido de  balas.

Ahora no hay serenidad, no hay descanso reparador, sólo ese hueco ardiente que deja la ausencia.

Hace cincuenta y tantos días que deambula del río a la ruta, de la ruta al sauce, y otra vez al río buscando al amigo que no aparece.

 

 

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